Domingo IV, B. TO

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En la sinagoga de Cafarnaúm, después de haber llamado a la conversión y a creer en el evangelio del Reino, Jesús enseña con autoridad, al estilo de un gran profeta (Mc 1, 21-28). En la sinagoga todos quedan admirados de lo que enseña y del modo nuevo como enseña que es distinto a los otros maestros y escribas. Habla con convicción y su palabra va acompañada de obras milagrosas. Lo que enseña Jesús es  lo que  oyó del Padre. Él es la Palabra viva que el Padre Dios ofrece a los  hombres y mujeres de este mundo. Escuchar a  Jesús es ya disponerse a ser salvados.

En  Él se cumple todo lo que se había anunciado sobre el futuro profeta de la talla de Moisés: “pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande”(Dt 18,18-19

Cuando celebramos, prestemos atención a su Palabra, que nos indica el camino: “ojalá escuchen hoy la voz del Señor”, nos dice el salmista (Salmo 94).

En efecto, siendo parte del pueblo de Dios, participamos de la misión profética de Cristo, tenemos la gracia de transmitir a los otros la voz de Dios. Para cumplir con esta misión, hemos de escuchar  atentamente a Dios en su Palabra, en los hermanos y en los acontecimientos. Ya que el centro de nuestra vida y fe es Dios mismo.

Si Jesús hablaba “con autoridad” es por el mismo hecho de estar en sintonía con su Padre Dios.  Sintonizar con las mociones del Espíritu de Dios en nosotros es tener la verdadera  “autoridad” que se traduce en servicio porque no depende de nosotros sino que es don gratuito Dios.  Jesús dejaba admirados a sus oyentes porque en  sus enseñanzas se reflejaba el mismo amor que lo unía a Su Padre. Ese mismo amor que le inspiraba las obras prodigiosas (milagrosas).

De modo que el Reino de Dios que nos anuncia Jesús no se limita a la Palabra, también es portador de una fuerza poderosa que combate el mal hasta vencerlo. ¡Qué importante es contemplar a Jesús exorcizando y liberando a un poseso! Esta liberación que describe san Marcos, nos enseña que, evidentemente, en Cristo está victoria del bien  por sobre las fuerzas del mal.

Jesucristo, nuestro Salvador, a quien incluso el “espíritu impuro” reconoce como “el Santo de Dios” (Mc1, 24) es más fuerte que todas las fuerzas del mal. Expulsa “con autoridad” al espíritu impuro diciéndole: “cállate y sal de él”(Mc1, 25).-

Jesús manifiesta su fuerza liberadora, la misma que comunicó a sus apóstoles al enviarlos a la misión. Es esta misma misión  que hemos recibido en el Bautismo y la misma fuerza que nos comunica por su Espíritu Santo que habita en nosotros

Quizás no lleguemos a hacer milagros, como Jesús, pero estamos capacitados para luchar contra el mal en nosotros mismos y en nuestro entorno. Llamados a denunciar proféticamente las injusticias y anunciar gozosamente el Reino de justicia, paz y verdad y a promover el bien  común y comprometernos  con los demás.

Si logramos vivir con convicción nuestra fe, si sintonizamos con la presencia y el amor de Dios en  nosotros, podemos llegar a liberarnos de tantos males que lamentamos en las familias de nuestros barrios, en el trabajo, en nuestros países y nuestras sociedades. Ablandemos el corazón, siendo dóciles al Espíritu de Dios para poder aliviar- con nuestra presencia- a los que sufren, para liberar a los esclavizados por las adicciones, la codicia, la corrupción, la lucha de poder.  ¿Cuánta paz no sembraríamos si escucháramos la voz del Señor y si de verdad lleváramos, a cada instante la Palabra de nuestro Dios a la práctica?

¡Que Dios nos libre  de la falsedad, de la mentira, de los males espíritus del egoísmo, de la manipulación, de la denigración, de la explotación del prójimo! ¡Que nos dé la valentía de ser profetas siendo sinceros, sencillos, leales en  nuestras actitudes y en el trato el uno al otro hoy, mañana y siempre!

P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa.