Queridos hermanos y hermanas: ¿Conocemos, de verdad a Jesucristo que seguimos? ¿Sabemos quién es realmente Jesús o sólo tenemos una idea o una admiración por Él sin conocerlo a fondo, sin dejarnos cautivar con compromiso por su reino en las personas? La palabra de Dios de este domingo centra nuestra atención sobre el lugar que ocupa Cristo en la vida de cada uno de nosotros. Así como en su tiempo con los discípulos, hoy Jesús nos pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Quién dicen ustedes que soy? Y, ¿de qué manera vivimos nuestra fe (adhesión) a Él? ¿Quedamos en algunas formulas lindas sobre Jesús o nos urgimos de actuar, de atender a ese Jesús que se nos cruza por la vereda del barrio? ¿Acaso sabemos ver en Él el Dios muerto en la cruz que nos incita a hacernos solidarios con los que caen víctimas de la cruz de la injusticia y de la miseria en todas sus formas?
En efecto, nuestro Salvador es un Mesías que sufre y es traicionado. A la vez, es el defensor del débil y del golpeado. Bien dijo Isaías: “el Señor viene en mi ayuda, por eso no quedé confundido,… y sé bien que no quedaré defraudado. Está cerca Él que me hace justicia… si el Señor está en mi ayuda: ¿quién me va a condenar?”(Is. 50, 5-9).
Ahora, ¿será que basta con afirmar y creer que Dios es el buen defensor de los que sufren? No. No basta. Lejos de eso. Las buenas obras y acciones deben darle crédito a nuestra profesión de fe. La carta de Santiago (2, 14-18), en la segunda lectura del día nos deja esta pregunta: “¿De qué sirve a uno decir que tiene fe y no tiene obras? ¿Acaso esa fe sola puede salvarlo?… la fe si no va acompañada de obras, está muerta” (cf. Santiago 2, 14-18).
De aquí que no nos basta afirmar que creemos en Jesucristo. Tampoco basta saber que Él es el Mesías, el Hijo de Dios: sino que hace falta vivir como Él. Porque Él, para cumplir su misión de salvarnos, se puso del lado del sufriente, anunció la justicia y la verdad y dio su vida como el sello de entrega amorosa. Jesús, nuestro Salvador fue inmolado en la cruz como signo de coherencia y consecuencia con el anuncio del Reino de Dios que Él proclamaba.
Por tal motivo, para seguir a Jesús, hay que ir más allá del fervor de tenerlo como defensor. Hace falta ir más lejos en la vivencia, en la práctica de la caridad aquí y ahora: se trata de mirar más allá y más acá. Porque creer en Jesucristo es aferrarse a Dios que se ha hecho cercano a nosotros en cada una de nuestras realidades. Lo cual implica dejarse interpelar por su compromiso con los sencillos. Jesús ha inaugurado el Reino de Dios en este mundo. Ese Reino de paz, justicia, verdad es la realidad que urge a cualquiera que quiere ser verdadero cristiano(a). Eso va con soltarnos de nuestras comodidades para pensar en el otro, sacrificar algo de nuestro tiempo para atender a la necesidad del vecino, del familiar y del no tan familiar, sobre todo de aquellos que la pasan mal. Finalmente, ¡seguir a Jesucristo es ya renunciar a sí mismo para que otros crezcan y recobren su sonrisa perdida en el olvido por el rechazo, por el maltrato, la soledad, el doloroso cáncer o la indiferencia de los suyos!… Entonces, si realmente creemos en Jesucristo, actuemos como en Él. Digamos: ¡Señor, aquí nos tienes porque queremos seguirte, ayúdanos a renunciar a nuestro orgullo y al egoísmo! ¡Contigo queremos cargar nuestra cruz para que día tras día amemos como tú amas y actuemos conforme a nuestra fe en Dios! ¡Así sea! Amen…
P. Bolivar Paluku L., aa