Al celebrar, hoy, el domingo de Ramos queremos revivir la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Jesús se acerca a la puerta de esta ciudad montado en un asno. Es signo de una particular humildad que el Hijo de Dios ha tomado como la manera preciosa de manifestarnos la gloria de Dios.
La Palabra de Dios que meditamos, pone en el centro la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Tanto la lectura del profeta Isaías como el salmo de meditación nos ofrecen algunos rasgos del “siervo sufriente”: él acepta voluntariamente la humillación: “Ofrecí la espalda a los que lo golpeaban y mis mejillas a los que le arrancaban la barba, no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (Is.50, 6). Y el salmista ora: “Me taladran las manos y los pies (Sal.22, 17-18).
Por medio de Jesús, Dios se nos acerca, en un aspecto de abajamiento y de una sencilla presencia: “Jesucristo, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se abajó, tomando la condición de servidor… se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte en cruz” (Fil.2, 6ss).
En este sentido, el relato de la Pasión que leemos en el evangelio de San Lucas (22, 7.14- 23, 56) nos presenta a Jesús quien comienza su camino hacia el calvario donde en el árbol del madero va manifestar todo su amor por nosotros, muriendo en una cruz. El lleva hasta el extremo su prueba de amor, en la humillación de la cruz: “Por su cruz, el Señor nos ha salvado”. Por su dolor y sufrimiento, Cristo nos salva. Es en virtud de esta misma aceptación de la cruz que Cristo puede reinar y puede recibir el Nombre sobre todo nombre como consecuencia de la gloria que Dios le concede en su gloria.
El pueblo de Jerusalén lo aclama como rey, aunque él está sobre un burrito, porque quiere ser la alegría de los que sufren. Es lo que significa obviamente la aclamación Hosanna. Pero, ¿por qué el pueblo debe alegrarse con la entrada de Jesús en su ciudad? Ciertamente porque el pueblo ya ha captado que la presencia de Jesús es salvadora; y que cuando se vive centrando todo en Cristo, la vida tiene mayor sentido. Con los ramos, el pueblo pone en evidencia su disposición a dejar que el Rey de los reyes, Jesús el Mesías reine en sus familias, en sus proyectos, en sus corazones.
La presencia de Jesucristo en medio de su pueblo traduce el amor misericordioso que Dios Padre tiene con cada uno de nosotros.
En esta semana santa que ya iniciamos, oremos a Dios para que nos haga dóciles y atentos a su presencia en cada momento de nuestra vida, especialmente en nuestros hermanos marginados. ¡Que la bondad infinita por la cual Jesús acepta libremente subir a Jerusalén para morir, nos mueva para que podamos asociarnos al dolor de todos los que sufren! De modo que, así como el padecimiento de Jesús culminó con la victoria de la resurrección, podamos también triunfar sobre lo que nos achacan: la enfermedad, los engaños, la miseria, la injusticia, los vicios que matan, la corrupción de los poderosos a largo y ancho del mundo… ¡Que esta semana santa nos ayude a cambiar aquellas malas actitudes de indiferencia, codicia, avaricia y de egoísmo que nos alejan de la generosidad con el prójimo!
¡Que podamos cantar las alabanzas de Jesús, hermano nuestro y Señor de nuestra vida, de nuestros afectos, de nuestras familias y trabajos! ¡El que vive y reina por los siglos de los siglos!
P. Bolivar Paluku,aa