Domingo XXX, C: Vivamos con humildad y seamos justos…

1996

Después de la invitación a la oración perseverante e insistente del domingo pasado, este domingo, la liturgia de la Palabra subraya una vez más el tema de la oración, relacionada, esta vez con la justicia de Dios. Hay dos puntos importantes: primero, la actitud de sincero arrepentimiento ante Dios y, segundo el hecho de que es Dios quien hace justicia. En efecto, ser valorado por el Señor no depende tanto de los méritos personales, más bien de la bondad generosa de Dios que premia y eleva al humilde. Esto contrasta con lo que estamos acostumbrados a ver en la actualidad. 

Hoy, se suele promocionar un cierto culto a la apariencia, culto a la moda, al mérito y a la fama. Frente a eso, el evangelio de este domingo invita a la humildad que brota del corazón. Claro que nuestra fe cristiana nos llama a dar importancia a la vida interior, a nuestro vínculo con Dios. Éste es nuestro juez justo que nos ama a todos por igual y que apoya con particularidad al disminuido, al caído que pone su fe en la fuerza de lo alto como fundamento de los esfuerzos personales.

El evangelista Lucas (18, 9-14) muestra que Jesús valora la humildad y la sencillez del publicano. El mundo competitivo de hoy parece valorar más los halagos, la grandeza de los individuos; incluso parece ser que mientras más arriba de la escala humana se encuentre uno, es más valorado. Sin embargo, el corazón de Dios late más fuertemente con el que nada tiene, con el huérfano, con el desarraigado, con la viuda. Del lado del pobre está el corazón de nuestro Dios. Se compadece de él y lo atiende y lo defiende. El Señor está del lado del pobre que clama por su justicia. No pasa así con el vanidoso y el soberbio. 

El libro del Eclesiástico nos recuerda que la oración que el pobre hace- desde su sencillez y con mucha confianza- es escuchada por Dios: “La súplica del humilde atraviesa las nubes y mientras no llega a su destino, él no se consuela: no desiste hasta que el Altísimo interviene, para juzgar a los justos y hacerles justicia” (Ecli. 35, 16-18).

De Dios hemos recibido la vida, debemos abrirnos a Él con la humildad. Implica vaciarnos de lo superfluo y buscar lo esencial que es preservar nuestra sagrada dignidad ante Dios. El pobre, el humilde es predilecto del Señor porque tiene “alma de niño” y su corazón está abierto al amor de Dios y a la justicia.

De aquí que el evangelio (Lc 18, 9-14) contrapone la actitud arrogante del fariseo cumplidor con el abajamiento del publicano que reconoce sus limitaciones y confía en la misericordia de Dios. El publicado escoge el camino justo de la sencillez: “¡Dios mío ten piedad de mí, que soy un pecador!” (Lc18, 13).

En estos personajes (el fariseo y el publicano) vemos dos actitudes de oración, y podemos preguntarnos ¿cómo oramos? ¿Nuestra oración es un juicio sobre nuestros méritos o es un agradecimiento de lo tan bueno que es Dios con nosotros a pesar de nuestras miserias humanas?

Si Dios nos da la salvación y la justificación, no debemos alabar a nadie más que a Él. Cuando hablamos con Dios en la oración, nuestra actitud no debe ser la de justificarnos ni de condenarnos, tampoco debe ser un juicio sobre los demás. Nuestra oración ha de nacer desde lo más profundo del corazón, con sinceridad y confianza. Ante Jesús tan solo debemos decir: ¡Señor, ten misericordia de mí!

¡Reconozcamos día tras día la grandeza de Dios! ¡Abrámonos a la humilde presencia de Jesús, en quien Dios se ha hecho pequeño y pobre para engrandecernos y confortarnos! Como Jesucristo, vivamos con sencillez y practiquemos la justicia y dignidad en el trato con los demás…  

P. Bolívar PALUKU LUKENZANO, a.a