XXXII DOMINGO, C: Hay esperanza: ¡RESUCITAREMOS CON CRISTO!

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¿Qué nos pasará después de la muerte? Compartiremos la gloria de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. La muerte no frenará el amor de Dios en nosotros. La muerte solo romperá con la corrupción humana. La resurrección en Cristo nos devuelve el amor eterno.

En la 1ª lectura (2Mac 6, 1; 7, 1-2.9-14) nos edifican estos testimonios: “Estamos dispuestos a morir, antes que violar las leyes de nuestros padres” (2Mac 7,2). Replicaron al rey: “Tú, maldito nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna” (2Mac7, 9). “Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por él. Tú en cambio no resucitará para la vida” (2Mac 7, 14). 

Esta experiencia de los jóvenes macabeos sacrificados por el rey Antíoco quien quería imponerles profanar su fe nos sirve de testimonio valioso a la hora de la en la propia fe incluso en momentos de amenaza y de persecución. El anhelo de vivir para siempre en Dios en la vida eterna sostiene la fe y reafirma la esperanza en la vida eterna. –

La valentía de esta familia para defender su fe hasta la muerte en el martirio nos interpela y nos edifica. Y nos recuerda que nuestra fe va más allá de lo que establece en algunas leyes mundanas que, de hecho, son pasajeras. En efecto, para los que creemos en el Dios de Jesucristo, tanto la esperanza en la vida plena como la fe en la vida eterna nos motiva a confiar en la resurrección gloriosa. Nos dispone a enfrentar las pruebas de la vida con esperanza. Aunque tuviésemos que entregar nuestra vida, lo haríamos porque nuestra vida es para Dios: “si vivimos, vivimos para Cristo” (Rom 14,8). Y Él es nuestra vida, nuestro camino y nuestra verdad. Frente a cualquier momento adverso y en cualquier momento de dificultad, nos encomendamos a Dios, nos cobijamos en su amor. Porque solo en Él encontramos la verdadera vida. Es el único que nos reconforta, nos libera y nos alivia de verdad.

En la segunda lectura (2 Tes. 2, 2,16-3,5) leímos que “el Señor es fiel: él los fortalecerá y los preservará del Maligno”. Con esta afirmación san Pablo deja claro que nuestra fortaleza está en Dios. Él se nos presenta por medio de nuestros hermanos y hermanas. Su fuerza resucitadora nos permite vivir las dificultades con actitud positiva, con esperanza. Ya que Dios “no nos puede abandonar a la muerte” (cf. Ps. 16,10).

El evangelio (Lc 20,27-38) sobre la polémica de quien sería, después de su muerte, la mujer que se casó con varios hermanos, Jesús deja claro que estamos hechos para la vida resucitada; y que nuestro Dios es Dios de vivos y no de muertos, porque para él todos están vivos. A los que no creían en la resurrección y que buscaban ridiculizar este valor fundamental de la fe, Jesús demuestra que en la eternidad no se necesitará poseer cualquier otra cosa ni vincularse a nadie con afectos posesivos. Lo cual implica que en la vida después de nuestra muerte, ya no serán necesarios los vínculos conyugales, sino la fidelidad al amor en Dios. Cuando estamos en comunión con Dios, vivimos liberados de todo dominio. 

Ahora bien, la resurrección no es revivir y volver a lo de antes: es obra del Espíritu Santo que transforma y santifica a los que resucitan. De este modo, los resucitados son hijos e hijas de Dios y están libres de pecado por haber renacido de Dios. Nuestra esperanza en la resurrección consiste en tener confianza en la posibilidad que tenemos de vivir plenamente y eternamente junto a Dios en “un cuerpo glorificado” (1Cor 15) que ya no está sometido a las fragilidades de este mundo. Estas fragilidades, las crisis, las desilusiones no deben apagar nuestro anhelo de vivir para siempre con Dios. Y, todo cuanto podamos vivir aquí y ahora, ha de orientarnos a nuestro fundamento último: el Dios vivo quien “reconforta nuestros corazones y nos afianza en toda obra y palabra buena” (2Tes 2,17).

¡Que Dios ilumine nuestra fe y confianza en su amor, en la resurrección! Mantengamos firme nuestro anhelo de compartir la victoria de Cristo sobre la muerte y sobre todos los males que nos atañan en la vida cotidiana. ¡Valoremos el regalo de la vida y vivamos cada instante con sabor a eternidad, es decir con la esperanza en Dios! 

P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa.