V Domingo, TO, A: ILUMINEMOS Y DEMOS SABOR A LA VIDA CON BUENAS OBRAS…  (Is 58, 7-10; sal. 111, 4-9; 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-1

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Iluminar y dar sabor con nuestras buenas obras: tal es el resumen de la Palabra de Dios que nos propone la liturgia de la palabra de este quinto domingo del tiempo común. Sal y luz son elementos reveladores: la sal da a conocer el sabor de la comida; y la luz demuestra la belleza de las cosas. Importa mucho la cantidad de sal y la intensidad de la luz. Demasiada sal hace mal y demasiada luz encandila y molesta.  En efecto, la sal y la luz son dos elementos comunes en nuestra vida cotidiana. En nuestra cocina, la sal sirve para sazonar la comida. Otra función de la sal es la de conservar algunos alimentos. Los cristianos tenemos esta misión de conservar las buenas costumbres y los valores en nuestras sociedades. En cuanto a la luz, ella nos sirve para iluminar y así distinguir las cosas. La luz disipa las tinieblas. Ahora bien, para que haya luz, es necesaria una buena fuente que la produzca. 

¿Qué significa para nosotros ser luz del mundo y sal de la tierra? ¿Cómo hacer para que seamos en todo lugar sal y luz? ¿En qué áreas de mi vida quiero que Jesús me ilumine para que, con mi testimonio, yo pueda reflejar la luz de Cristo? 

La primera lectura del profeta Isaías nos propone para los que quieren despuntar su luz en la oscuridad y nos recuerda que es preciso “compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo, vestir a los que no tienen ropa…” (Is 58, 7-10).  El profeta Isaías nos invita a salir de nosotros mismos para dejarnos interpelar por las necesidades de los demás (tanto los cercanos como los lejanos): “Si ofreces tu pan al hambriento y sacia al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y oscuridad será como el mediodía” (Is 58, 10). 

¡Que nadie pase penuria, hambre, humillación, injusticia, pudiendo nosotros –los cristianos- socorrerlo! Se trata de estar atento a la voz del sufre y actuar para su bien. Es cuestión de entender que no podemos estar felices mientras en nuestro entorno hay alguien que la pasa mal. Porque la verdadera felicidad consiste en compartir lo que hemos recibido de Dios ya que “la generosidad permanecerá para siempre… y el recuerdo del justo se mantiene por siempre” (Salmo 111,4-9).

Desde allí que, ser luz del mundo y sal de la tierra, implica que nos mantenernos conectados con nuestro fundamento vital: Jesucristo, luz del mundo. Cristo, pasó haciendo el bien. Y con el bien, Él dio sentido a nuestra vida y devolvió la dignidad a cuantos la habían perdido. Él es la luz del mundo, “es el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). 

Con Cristo somos luz en la medida en que nuestras buenas obras comunican el amor y la bondad de Dios que llevamos en nosotros. Es importante saber que no podemos llegar a ser luz del mundo y sal de la tierra si nos demarcamos de Jesucristo, nuestro Salvador. Porque cuando Jesús llama sal de la tierra, Él quiere que mantengamos “nuestro sabor”, nuestra identidad de ser cristiano; y, que transformemos la tierra en un lugar para Dios. Es decir, un lugar de bien, un lugar donde todos puedan vivir bien. Evangelizar es antes todo dejarse moldear por el Espíritu de Dios que nos fortalece en nuestras limitaciones. La sabiduría de Dios se vale de nosotros para hacer llegar el mensaje de Dios a nuestros hermanos. ¡Que nuestra vida cristiana dé sabor e ilumine la existencia de todos los que traten con nosotros!

P. Bolivar PALUKU LUKENZANO, aa.