En este quinto domingo la liturgia de la Palabra recalca un punto central de nuestra fe cristiana: el triunfo de la vida sobre la muerte. La resurrección de Lázaro por Jesús nos confirma en la esperanza que depositamos en la vida eterna, una vida glorificada en Dios.
Ya el profetas Ezequiel en la primera lectura hacía este anuncio de: “Yo voy abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de ellas… sabrán que Yo soy el Señor” (Ez. 37, 12ss). Con eso, nos queda claro que Dios tiene el poder sobre la muerte y que Él cumple con sus promesas: “lo he dicho y lo haré” (id.). En efecto, Dios es un Dios de la vida y quiere que todos lleguemos a vivir plenamente. En él hay consuelo para quien sufre. En él, nos recuerdo el salmo: se encuentra la misericordia y la redención en abundancia: Él redime y salva” (cf. 129, 1ss).
¿Qué podemos hacer para estar a la altura de beneficiar de esta gracia de la vida plena en Dios? En su carta a los romanos, San Pablo nos invita a “vivir según el Espíritu” y no según la carne. Significa que vivamos según lo más sagrado que llevamos en nosotros: nuestra dignidad de hijas e hijos de Dios. Lo cual implica reconocer que “en nosotros vive el Espíritu de Dios” y el mismo “Cristo vive en nosotros” (Cf. 8, 8-11): “Si Cristo vive en ustedes, aunque el cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia. Y el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes” (id.).
Esta última afirmación se hace vida en el evangelio que escuchamos en esta misa: Jesús levanta a Lázaro de la muerte, tres días después de ser sepultado ¡! En efecto, la muerte de Lázaro de Betania. Jesús tenía un aprecio por Lázaro. Era su amigo, así como lo es para cada un@ de los que estamos aquí. Llama la atención que en vez de apurarse para impedir la muerte del amigo, Jesús dice: “esta enfermedad no es mortal, es para que la gloria de Dios se manifieste por ella”. O sea, la resurrección que sorprende a los presentes en la casa de María y Marta (hermanas de Lázaro), es, este milagro, una forma que Jesús toma para mostrar que nada es invencible par Él.
Ahora bien, para ser testigo de esta glorificación, de esta superación de la muerte por la vida en Jesucristo, es preciso tener fe. Precisamente, por eso Jesús nos dice como a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 1ss).
La fe en la resurrección alimenta nuestra esperanza. Y esta esperanza sostiene nuestro compromiso con la vida. Eso significa que para nosotros, todo lo que vivamos tiene sentido porque hace parte de un caminar hacia una vida que no tiene fin. Pero este horizonte abierto de vida en Dios no nos aparta de la experiencia del dolor, del sufrimiento y de la muerte: Dios nos salva en la muerte, en el dolor. Por eso a la pregunta de la hermana de Lázaro de saber por qué Jesús no estuvo allí para impedir su muerte, él responde que aquella muerte pasa a ser una posibilidad de ver la grandeza de Dios. Porque en realidad, con Dios, la muerte no tiene la última palabra. Y en él, la vida triunfa sobre las fuerzas de la muerte y de la maldad.
Que en este tiempo de tanta inseguridad nos dispongamos a renovar nuestra fe en la resurrección que Jesucristo nos promete y que nuestras obras de este mundo sean ya un lugar donde demos testimonio de que Dios vive en nosotros y nosotros aceptamos vivir para siempre en Cristo Nuestro Señor agradeciendo cada minuto de nuestra existencia.
P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa