Veneramos este domingo el Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. En este sacramento Cristo quiso permanecer en medio de nosotros, en memoria de su Pasión, muerte y resurrección. Jesús quien nos llegó de parte de Dios, no solo se preocupó de salvarnos, también nos dejó una manera elocuente de alimentarnos por Él.
El evangelista San Juan nos lleva a contemplar en Cristo “el pan venido del cielo”, el alimento para la vida eterna; y “todo el que come de este pan y bebe mi sangre tiene vida eterna, yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,51-58).
Es claro que Jesús no quiso dejarnos en la inseguridad: nos da su carne para comer y su sangre para beber. ¡Curioso, no! ¿Cómo este hombre irá a darnos a comer su carne?, se preguntaban los que escuchaban a Jesús.
Esta es la novedad del Sacramento de la Eucaristía: en ella comemos a Jesús en alimento de la vida eterna. O sea, para vivir eternamente en Cristo, nos alimentamos de Él: “El que come mi carne y bebe mi Sangre permanece en mí yo en él. Así como yo he sido enviado por el Padre y el Padre que tiene vida, vivo por el Padre, de la misma manera el que me come vivirá por mí” (ib.).
Con Jesucristo, Dios ha querido sellar la Nueva alianza con nosotros. Con la marca de la Sangre de Cristo se pone sello a ese pacto de amor que Dios ha hecho con nosotros, su pueblo. Como hizo con nuestros padres en la fe, en el monte Sinaí, Dios sigue sellando un pacto de amor con nosotros cuando celebramos el sacramento de la Eucaristía, en la misa. Ese pacto de amor sigue alimentando nuestra fe, caridad y esperanza, en el peregrinar de nuestra historia.
Por eso, en la primera lectura del Deuteronomio (8,2-3. 14-15) Moisés nos interpela, como al pueblo hebreo en su tiempo, a no olvidar la permanente presencia de Dios para con su pueblo en la travesía del desierto de la vida cotidiana: “Acuérdate del largo camino que el Señor, tú Dios, te hizo recorrer”… “no olvides al Señor tu Dios que te hizo salir de Egipto. No olvides al Señor tu Dios que en esa tierra sedienta y sin agua, hizo brotar para ti agua de la roca, y en el desierto te alimentó con el maná, un alimento que no conocieron sus padres” (Deut. 8, 2-3ss).
Con Jesús, ya no nos alimentaremos del maná perecedero, más bien tenemos a su cuerpo y sangre: Él nos ha regalado el pan de la Eucaristía que es su verdadero Cuerpo y la copa de la comunión que es su misma Sangre.
El único Salvador nos alimenta de su único Cuerpo para que vivamos en la comunión (común-unión). ¡Que Dios nos ayude a no tener ningún motivo de ser apartados de esta comida de la vida eterna! Gratuitamente, Jesús se nos ha ofrecido para que nos entreguemos con amor a los demás. Ya que cuando comulgamos, en nosotros Cristo vive para que vivamos por él y que en Él tengamos vida; Cristo nos alimenta para que nada ni nadie nos aparte de la esperanza de la resurrección…
“Señor, toca mis ojos con la luz de tu Espíritu para que pueda reconocer tu presencia en la Eucaristía, para que cada vez que comulgue de tu cuerpo me deje poseer por tu vida, por tu plenitud, por tu amor inmenso y que pueda amar y ayudar a los demás sin murmuración”. Amén.
P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa