Domingo XXIV, A: La gracia del Perdón: sana el alma y libera el corazón…

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Si el domingo pasado reflexionábamos sobre la corrección fraterna, hoy el tema del perdón ocupa el centro de nuestra meditación. La medida del perdón de Dios es inimaginable; Él nos perdona de todas nuestras culpas, y nos invita también a tener compasión y a perdonar siempre para que seamos perdonados de verdad. 

El libro del Eclesiástico, en la primera lectura, nos exhorta a no dejarnos dominar por el “rencor ni por la ira que son patrimonios del pecador” (Ecli 27, 30- ). Relaciona nuestra disposición a perdonar con el acceso al perdón y la sanación de Dios: “Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? (Id.) El camino es no odiar a nadie y no dar tanta importancia a la ofensa, así recibiremos la misericordia de Dios. ¿Qué nos motiva al perdón? ¿Cuántas veces debemos perdonar? ¿Qué podemos perdonar? ¿Qué ventaja sacamos cuando perdonamos de verdad? 

En el salmo102,1-12, se nos recuerda que “el Señor es bondadoso con todos” y que “El no nos trata según nuestros pecados ni según nuestras culpas”, tan solo porque Él nos ama, porque se compadece de nosotros. El perdón nace del amor. Perdonamos porque por amor somos perdonados por Dios. Porque Dios nos ama, Él nos perdona. Y esta es la diferencia entre el perdón de Dios y el perdón humano. Dios perdona gratuitamente no porque tiene que liberarse de algo. Nosotros necesitamos el perdón para no seguir cargando con la piedra de tropiezo ni seguir dándole poder al ofensor sobre nosotros. Porque Dios nos trata con amor debemos esforzarnos a perdonar a los demás con amor. Ahora bien, ¡perdonar no es fácil! Pero es útil, es vital, es existencial, en fin, es liberador, sanador. El perdón nos alivia. 

El evangelio Mt18, 21-35 nos demuestra que la memoria humana puede llegar a ser tan frágil hasta olvidar lo bueno que es ser favorecido por el perdón recibido; y puede sernos difícil hacer el mismo bien que hemos recibido. ¿Hasta siete veces?, pregunta Pedro; y Jesús responde: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete ¡!” (Mt 18, 21ss). ¿Cómo así? O sea, perdonar siempre, aunque nos cueste… 

El perdón de Dios no tiene límite. Nosotros vivimos gracias a Dios. Por él podemos llegar a vivir una grata experiencia de perdón. Debemos aspirar a perdonar a nuestros ofensores porque perdonar nos hace bien. Al perdonar nos liberamos de la venganza como quien se desintoxica. Más aún, en la medida en que nos perdonamos a nosotros mismos, seremos capaces de perdonar a otros. Además, que al perdonar nos hacemos un gran favor a nosotros mismos: liberamos nuestro corazón del peso del odio y nos dejamos tocar por la gracia y la bendición de Dios. 

Debemos tener en cuenta que: “Dios es mucho más misericordioso con nosotros que nosotros mismos” (A. Grün, Si aceptas perdonarte, p. 46). Bien lo ha escrito San Juan: “Aunque nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todas las cosas” (1Jn 3, 20). 

Pidamos a Dios que nos ayude a dejarnos liberar por su perdón según los pasos siguientes:  dejar que se manifieste libremente el dolor que el ofensor nos ha causado; 

dar paso libre a la indignación que nos causa ese dolor (ir superando esa indignación), intentar de sacar algo positivo de lo que ha pasado (¿qué lección aprendo de la triste experiencia de la ofensa?); y, finalmente, liberarnos del poder del ofensor: mientras no perdonemos a uno, le estamos dando poderes sobre nosotros porque permanecemos interiormente atados a él (A. Grün). Incluso podemos llegar a enfermar de tanto estar habitados por el odio y el rencor… 

¡Danos, ¡Señor, la gracia de perdonar y el gozo de perdonarnos a nosotros mismos y la alegría de disfrutar el perdón recibido!

P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa.