¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre? ¿Quién es obediente ante Dios, será acaso el que promete con los labios y en la vida no cumple nada, o es aquel que, aunque le cueste se esfuerza mantenerse en camino de Dios? ¿Quién es justo ante Dios: el que se arrepiente del mal y sigue el camino de la verdad o él que se considera justo y se cree con la consciencia limpia?
El evangelio (Mt 21,28-32) que meditamos en esta ocasión, domingo XXVI-A, nos remite a revisar nuestra sincera relación con Dios. Jesús, frente a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, toma un ejemplo simple de comprender. Un padre trabaja en la viña y requiere la ayuda de sus dos hijos. Entre los dos hijos, uno promete realizar la tarea y al final no hace nada; el otro, sin embargo, después de haber dicho que no quería hacer nada, hizo lo que el padre le pidió. Con este ejemplo, Jesús va más lejos en cuestionarnos a todos y los que parecen ser ya convencidos en su fe en Dios y no viven coherentes su convencimiento. Están lejos del reino de Dios, aunque aparenten ser discípulos y misioneros del Reino de Dios. Y, por eso Jesús dicen que “los publicanos y las prostitutas llegan antes al Reino de Dios” (Mt 21, 31) porque se arrepintieron y creyeron en Dios (cf.Mt 21, 32). Y yo, ¿De qué debo arrepentirme para iniciar mi camino de conversión a Dios?
A lo que nos llama Jesús es a arrepentirnos del mal camino y a vivir de corazón según la voluntad de Dios. En otras palabras, nuestras convicciones personales de fe deben tener consecuencias prácticas en la vida cotidiana, en las decisiones y en las acciones que realizamos. ¡No basta con tener buenos propósitos, es necesario llevarlos a la práctica! ¡Nuestros valores deben reflejarse en la vida con actitudes concretas! Nuestra adhesión al Reino debe ser constante, perseverante y audaz.
Me parece que Jesús nos invita a vivir un proceso de mantenernos firmes en nuestra fe en Dios Padre. Es un camino de confianza en Dios y de maduración de nuestra decisión de permanecer en Cristo, buscando cumplir la voluntad del Padre. Aunque, a primera vista, nos cueste el mandato del amor de Dios, es importante y es vital atreverse a permanecer en el camino de conversión. De nada nos serviría querer quedar bien- diciendo sí – cuando sabemos que no vamos a intentar nada. Así como de nada nos serviría pretender vivir según las apariencias. Lo mejor es presentarnos ante Dios tal como somos, con nuestra verdad, así desde su infinita misericordia nos integrará a su Reino de Vida plena.
El Padre Dios es el dueño de la vida. Se nos acerca día tras día para que le sirvamos a través de los hermanos, para que seamos testigos de su amor: para que oigamos y atendamos su presencia en los que nos rodean. Quiere que adhiramos de corazón a la salvación – la nuestra y la de los demás. ¡Que sepamos recapacitar incluso cuando el pecado, la desesperación o la impaciencia nos hace renegar! ¿En qué caso me he quedado en una actitud de querer impresionar a los qué dirán? La gracia a pedir es la de “apartarnos del mal cometido, para practicar el derecho y la justicia” (Ez. 18,27) para conservar nuestra vida en el Señor.
San Pablo en la carta a los filipenses (2, 1-11) nos exhorta a centrar nuestra atención en Cristo y en la comunión con los hermanos: “Tengan un mismo amor, un mismo corazón, no hagan nada por interés ni por vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a uno mismo. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás” (Filipenses 2, 2-4) ¿Cómo hacer para cumplir con eso? El camino está en vivir los mismos sentimientos que hay en Cristo Jesús quien supo abajarse de su rango divino para hacerse semejante a nosotros “para la gloria de Dios Padre” (Filipenses 2, 11).
Pidamos al Señor que nos enseñe a ser sinceros con Él, con los demás y con nosotros mismos. ¡Que nos regale la libertad de brindarle un sí verdadero a Dios! Y que seamos valientes fervorosos a la hora de profesar y vivir nuestra fe frente a las muchas las situaciones en las que podemos ser tentados de negar nuestro Señor. Nuestro clamor es: “” Muéstrame, Señor tus caminos, enséñame tus senderos” (Salmo 24, 4)
P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa.