“El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). En Navidad, nos alegramos de la fiesta del Dios encarnado. Dios ha puesto su tienda en medio de nosotros. Saberlo recibir, atenderlo, tener para Él un lugar donde habitar es nuestra misión.
La primera lectura del Eclesiástico (Ec 24,1-4. 8-12) nos lleva a comprender que la Sabiduría de divina ha estado desde la creación del mundo; ha ordenado las cosas. Es de recordar que el Antiguo Testamento refiere a la sabiduría como a una propiedad, atributo y presencia de Dios. El Nuevo Testamento, sin embargo, se referirá a la Sabiduría con una Persona divina y la identifica con Cristo, el Hijo de Dios, que encarna toda la sabiduría del Padre y por medio de quien fueron hechas todas las cosas. En efecto, en Jesucristo la Sabiduría de Dios se encarna, toca carne Santa María y nace para hacer visible y cercano al Padre eterno.
En la segunda lectura, San Pablo lo expresa de la siguiente manera: Dios nos ha elegido y ha hecho de nosotros sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo (Ef 1, 4-5). Para bien de la alabanza de Dios Padre. Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo.
En efecto, en la Encarnación, Dios decidió descender hacia nosotros para elevarnos a la dignidad de hijos adoptivos, en su Hijo Jesucristo. Es una manera de hacer concreta esa familiaridad de Dios con nosotros desde tiempos antiguos. Ha querido entablar con la humanidad una cercanía sin igual.
El evangelista San Juan 1,1-18 muestra bien que Dios supo abajarse para llegar a nosotros. Siendo un ser espiritual, se hizo carne. Se encarnó. No es que haya tomado apariencia de hombre, sino que se hizo hombre de verdad, sin dejar de ser Dios. ¡Difícil de entender, por cierto! Justamente por eso Dios es a la vez tan atrayente, admirable e inaccesible, incomprensivo en su ser misterioso. Tan cercano y tan diferente de nosotros en sus planes; tan bondadoso y tan exigente a la vez.
En la encarnación del Hijo, en Jesús, Dios se nos ha hecho más cercano y familiar ya que ha habitado en medio de nosotros tomando un cuerpo parecido al nuestro, siendo Dios. Ha hecho de nuestra vida un lugar para su gloria. Habita en nosotros. Es la luz verdadera que viene a iluminar nuestro mundo. Luz y fortaleza para salir adelante. Se identifica con el abatido y el que sufre. Se hace el amigo de los niños. Se asemeja con el enfermo, el forastero, el encarcelado y con el que nada tiene: “En verdad les digo que, cuando lo hicieron con algunos de los más pequeños des estos mis hermanos, me lo hicieron a mi” (Mateo 25, 40).
¡Que el Señor Jesucristo nos regale poder descubrir su gloria en el Niño Dios! ¡Que nos dé la gracia de reconocerlo presente en el hermano, en el necesitado, en las tristes realidades de los que sufren!
P. Bolivar Paluku, aa.