Con este domingo de la Ramos entramos en la gran semana de la fe cristiana: la Semana Santa. En ella contemplaremos a Cristo, el Mesías que sufre para llevarnos a la Pascua de la Resurrección. De esta manera, tanto el profeta Isaías (Is 50, 4-7) y el evangelista san Marcos (14, 1-15, 47) nos presentan la situación del sufrimiento, de la traición, de la muerte de Jesús. Es la experiencia de un inocente que es maltratado, pero que desde su sencillez y su entrega da su vida para la salvación de cuantos sufren en este mundo de hoy.
Tiene sentido celebrar la Pasión de Cristo. Es la misma pasión y el mismo dolor que azota a muchos de nuestros hermanos y hermanas que la pasan mal. En Jesús, el siervo sufriente, hay que reconocer al “verdadero hijo de Dios”: “verdaderamente este fue un hijo de Dios”, se exclamó el centurión que presenció la muerte de Jesús.
¡Qué difícil es ver en un adolorido la presencia de Dios y sin embargo en él captamos el amor de Dios! ¡Qué difícil es percibir la presencia de Dios cuando somos engañados, cuando somos violentados en nuestros derechos o cuando la vida nos humilla y nos humilla! Sin embargo, en todo, incluso en lo difícil de nuestro diario vivir está esa entrega generosa de Jesús que ha puesto un sello de triunfo a todas nuestras luchas.
Si analizamos lo que hemos estado viviendo en estos últimos tiempos (pandemia, indignación por engaño, mentiras encubiertas por buenas y lindas palabras, promesas incumplidas, hambruna en el mundo, guerras, catástrofes, golpizas brutales, enfermedades terminales…) en ellos vemos al mismo rostro bofeteado de Jesús, nuestro Salvador. El es el Rey, el Redentor y el Vencedor. Claro que con él, venceremos, si mantenemos viva nuestra fe y nuestra esperanza en él. Pues, solo la fe en la Resurrección, puede llevarnos a comprender la “humillante pasión” como camino de liberación. Este asesinato de Jesús es un signo de que la verdadera lucha por la justicia, por la verdad se lleva hasta las últimas consecuencias.
Isaías y el salmista nos lo catalogan bien en estos términos: “Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos” (Is 50, 6). Estas palabras se aplican a lo que Cristo sufrió y sigue sufriendo hoy en los torturados, marginados, violentados. Pero, el amor de Jesús vence. Su obediencia a la voluntad de su Padre le dio el valor de llevar su misión hasta el final: “Solo un amor infinito puede explicar las desconcertantes humillaciones del Hijo de Dios”, por eso “Cristo a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 6-7). En todo, Cristo supo ir al extremo, renunciando a sus derechos de ser Dios, quiso identificarse con nuestra sufrida realidad humana, para que nunca más los sufrimientos y las humillaciones nos derroten.
En su cruda realidad que le llevó a cruz, Cristo se hizo solidario con nosotros, con todo ser humano que sufre humillación. Se hizo nuestro cercano para atraernos la cercanía de Dios, para suavizar nuestras atrocidades de la enfermedad, de la injusticia, de las desigualdades,… Con Él podemos contar cuando la carga de la vida nos pesa, cuando la culpa no nos deja dormir, cuando la vergüenza y el desaliento nos trituran.
Que nuestras vidas encuentren siempre en Jesús-muerto-resucitado, el soporte necesario hoy y siempre. Amén.
P. Bolivar Paluku, aa.