La lectura del Profeta Isaías (60,1-6) nos cuerda lo que nos reúne aquí: “¡Levántate, Jerusalén, envuelta en resplandor, porque ha llegado tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! (…) Las naciones vendrán hacia tu luz, los reyes vendrán hacia el resplandor de tu amanecer. Levanta los ojos y mira a tú alrededor: todos se reúnen y vienen hacia Ti. Tus hijos vendrán desde lejos, tus hijas serán traídas en brazos”.
El evangelio indica un momento histórico en la historia de la humanidad: Dios toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro para salvarnos. La Virgen María es la privilegiada de colaborar en ese plan de salvación.
Con justa razón, en esta fiesta, honramos a la Santísima Virgen porque es para nosotros el ejemplo de fe y de confianza en Dios: “Ella es la llena de gracia, la llena de Dios (…). Ella nos revela, como nadie, que la esencia de la verdadera santidad es cuestión de ser para Dios”[1]; es decir nuestra vida está en las manos de Dios. María nos enseña que debemos confiar en Dios siempre y en todo lugar. Y nuestras dolencias y sufrimientos, en Dios, tienen sentido.-
La Virgen María supo vivir “sólo para Dios y llena de él”. Aceptó entrar en colaboración con el proyecto de Dios de salvar al mundo. Dejó que el Espíritu la cubriera con su sombra; no se resistió a la invitación del ángel (Lc 1, 28, 35). Su confianza en Dios fue tan grande que ni el “no comprender cómo iba a ser posible” no la detuvo. Antes bien, se doblegó, se rindió o, mejor dicho, se dejó tocar por Dios… “He aquí la servidora del Señor” (Lc1, 38).-
Así es que María llegó a ser santa al dejar que la gracia de Dios inundara su ser. No solo eso. Ella acogió esta plenitud de la gracia de modo libre y consciente[2], y con la confianza total en Dios: ¡Que se haga en mí lo que ha dicho! (Lc 1, 38). Algo así como: “Que tu voluntad se haga”. Eso significa: confío tanto en ti Dios mío que estoy convencido (a) de que cumplirás en mí tus promesas porque me amas y me invitas a amar como tú.
Y bien lo recalca la lectura del Apocalipsis 25, 1-5ª donde Dios nos insta a dejarnos transformar por Él, porque “hace nuevas todas las cosas” y vive en medio de nosotros: Y oí una fuerte voz que venía del trono, y que decía: “Dios vive ahora entre los hombres. Vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Les secará todas las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo que antes existía ha dejado de existir”. De allí que Él nos sana, y por intercesión de María de Lourdes, como en el tiempo de Bernardita, nos llama a perseverar en la oración, la conversión y la penitencia volcada a la solidaridad. Y, seremos testigos de milagros cuando verdaderamente vivamos nuestra fe y, en virtud de esta misma fe, sepamos combatir la injusticia con el amor.
Hoy, venimos a Lourdes para alabar a Dios porque su amor es tan grande por nosotros que se dignó entrar en el seno de María para estar cerca de nosotros y que nunca estará lejos de nosotros cuando enfermamos así como cuando estamos con buena salud. ¡Que la llena de gracia, María de Nazaret, interceda para que nuestras vidas estén siempre volcadas a Dios! Y, si en Él lo recibimos todo, ¡que por Él lo sepamos compartir todo con amor! ¡Así sea!
P. Bolivar PALUKU LUKENZANO,aa.-
[1]Segundo GALILEA, El pozo de Jacob. La santidad en nuestros días, Santiago, San Pablo, 1994, p. 38.
[2] Ibid., 40.