Domingo XXXI, B

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La Palabra de Dios que meditamos hoy nos recuerda que el primero de los mandamientos es: reconocer en Dios el único y Señor de nuestra vida, amarlo, por sobre todas la cosas, de todo el corazón, de todo ser y de toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas; y el segundo mandamiento es “amarás al prójimo como a ti mismo” (Cf. Mc 12, 28-34).
El pueblo elegido por Dios es dichoso. No se manda solo. Tampoco vive abandonado a su suerte. Dios quiere que su pueblo viva a la luz de sus mandamientos, los cuales en vez de ser una carga, son una recomendación para llegar a vivir feliz. Quien se llame cristiano y que quiera vivir conforma a su fe tiene el camino del amor a Dios y a los demás como la opción sin la cual su vida sería una mentira. Porque como dice San Juan: “El que no ama a Dios no ha conocido, porque a Dios es amor. (1Jn 4, 8).
La realidad que vivimos todos los días nos revela que es más fácil hablar y predicar sobre este mandamiento de amor, pero que lo exigente es llevar a la práctica. ¿Qué significa concretamente para nosotros el que amemos a Dios por sobre todas la cosas? ¿Qué implica el hecho que sólo en Él encontremos nuestra fuerza y que solo a Él lo amemos de corazón? Entendamos bien: amar a Dios significa creer, esperar en El, adorarlo como nuestro Creador, interesarnos a conocer nuestra religión (darnos tiempo para formarnos sobre sus enseñanzas), respetar las cosas y las personas sagradas (porque nos acercan a Dios).
En cuanto al amor al prójimo, esto implica que por medio de las personas que vemos manifestamos, con nuestro trato, el amor hacia Dios. De tal modo que no debemos excluir a nadie de nuestro amor. Hasta el punto que, incluso debemos amar también a los enemigos o aquellos que nos caen mal. Claramente, manifestamos nuestro amor al prójimo sirviendo y ayudando a los demás sin reserva. Pero, concretamente ¿qué significa amar al prójimo? ¿Qué significa servirlo? El amor al prójimo equivale a : enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca (no burlarse de él), consolar al triste, perdonar las injurias, soportar y comprender con amabilidad los defectos de los demás, rezar por las otras personas (los vivos o los muertos). Pero, no basta con eso para darle vida al amor al prójimo, también significa que sepamos: dar de comer al que tiene hambre, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, recibir al extranjero, libertar al cautivo, visitar a los enfermos y prisioneros, enterrar y respetar a los muertos….
En la medida en que vivimos estos mandamientos, reflejamos continuamente la presencia de Dios a los demás. Y de esta forma, nos hacemos parte de la misión de Cristo, Sumo sacerdote que ha sabido ofrecerse a la muerte en la cruz como Salvador de todas las personas que se confían en Él.
Pidamos que, por intercesión de María de Nazaret, sepamos renunciar al egoísmo para ayudar a los demás sin buscar merito alguno. Y que el mismo Jesús llene nuestra vida de su amor para que en todo momento de nuestra vida estemos dispuestos a amar como él nos ama, hoy mañana y por los siglos de los siglos. Amen

P. Bolivar Paluku, aa