Domingo XXXII, B, TO

1972

Si el domingo pasado el Señor nos invitaba a vivir el camino de amor a Dios y al prójimo; hoy estamos llamados a reflexionar sobre la calidad de nuestra entrega, a Dios y a los (as) hermanos(as). ¿Con qué intención ofrecemos nuestras ayudas a los demás?

La primera lectura del libro de los Reyes (1Rey 17,8-16) nos presenta la fuerza de la fe de la viuda de Sarepta, quien gracias a su total disponibilidad para compartir lo poco que le quedaba de harina, pudo alimentar al profeta Elías y a su hijo; y le quedó para vivir por mucho rato más. De aquí que, para quien quiere compartir, nunca es poco lo que tiene para ayudar a otros (as). Es cuestión de saber salir de sí, de abrirse a la necesidad de otros (a) para así ayudarlos (as) aun cuando nos quede la última gota de aceite para vivir: “¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan cocido, sino un puñado de harina en tarro y un poco de aceite en el frasco. Apenas recoja un poco de leña, entraré a preparar un pan para mi hijo y para mí, comeremos y luego moriremos… pero Elías le dijo: “No temas… porque así dice el Señor Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará…” Ella se fue e hizo todo lo que Dios le había dicho por medio del profeta”. ¿Qué nos dice esta experiencia de la viuda de Sarepta? ¡Que vale más darnos por entero, compartir lo poco que tenemos con amor, y, eso es mucho más que dar con vanidad y desprecio lo que tenemos de sobra!
Pero, en todo eso, Dios ya nos ha mostrado el camino. El mismo Jesús se nos entrega por entero hasta la muerte en la cruz. El es nuestra fortaleza. Él sustenta al huérfano y a la viuda y a todos los que confían en él.
Ahora bien, no basta con tener confianza en Dios, hay que colaborar con el bienestar de otras personas. Eso significa compartir lo que somos, lo que tenemos con un corazón generoso.

En el evangelio (Mc 12, 38-44), el ejemplo de la viuda que entregó las dos pequeñas monedas que le quedaban para vivir representa toda la gente humilde que es capaz de sacrificarse en bien de los demás (sacrificar algunas horas o días para ayudar a otros).
Entendámoslo bien, el valor de nuestra ofrenda o ayuda no está en la cantidad, sino en la intención generosa, la disposición de compartir.

Si queremos vivir en este camino de la fe con rectitud, aprendamos a cultivar estos gestos de gratuidad que, por muy pequeños que sean, deben surgir desde el corazón sincero… es justamente lo que Jesús nos enseña al entregarse con amor a la cruz sin egoísmo, para que tengamos vida en abundancia (Jn10, 10). Es cuestión de pensar en los demás, sin ante esperar algo a cambio. Y, en eso nadie tiene excusa de que no tiene nada que aportar (compartir). Tenemos muchos que dar porque tenemos la vida, los brazos para abrazar, los oídos para escuchar el clamor de otros, los ojos para admirar, una posibilidad para ofrecer una sonrisa, el corazón para amar y compadecernos,… Solo basta con abrir el corazón y veremos que podemos entregar mucho cariño incluso con pocos medios…
No se trata de tenerlo todo para compartir; sino de compartir todo lo poco que tenemos con amor y gratuidad… ¡Que hermoso reto! ¿Cierto?

¡Que Dios nos ayude a liberarnos del egoísmo para ser solidarios! ¡Que María, la humilde sierva de Nazaret, nos enseñe a disponernos a compartir, a entregar, ayudar a los demás por amor a Cristo y nuestros hermanos/hermanas menos favorecidos/as!
Cantemos: Amar es entregarse, olvidándose de sí… Qué lindo es vivir para amar, que grande es tener para dar,…

P. Bolivar Paluku Lukenzano, aa

Compartir
Artículo anteriorDomingo XXXI, B
Artículo siguientePastoral vocacional Chile