DOMINGO VI, C: “Bendito quien confía en el Señor” (Jr 17,7)

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La palabra de Dios nos invita a la felicidad verdadera, la que nace de la coherencia y rectitud de corazón desprendido de sí mismo y anclado en el camino del Señor. El profeta Jeremías (17,5-8) coloca la confianza en el Señor como condición para experimentar la felicidad y la bendición: “Bendito aquel que confía en el Señor y en él tiene puesta su confianza. Él es como un árbol plantada al borde de las aguas”. A lo que el salmista añade: “Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, sino que se complace en la ley del Señor y la medida de día y de noche…”. Tanto para Jeremías como para el salmo 1, centrarse en Dios, volcar el corazón hacia Dios asegura más la vida que poner su fe en fuerzas humanas. Si Dios nos ha elegido como su pueblo, su alianza con nosotros es un vínculo fuerte que da vida a nuestro corazón. El corazón que pone su confianza en el Señor es bendecido y está en el camino de la felicidad tal “un árbol plantado al borde de las aguas” y que mantiene intacta su lozanía… 

El señor nuestro Dios quiere nuestra felicidad: “Feliz aquel que pone su confianza en el Señor y que se complace en la ley de Dios…” Pero, ¿quién puede llegar a ser totalmente feliz en esta vida? La felicidad es un camino. Un camino que hay que recorrer con el corazón orientado a Dios y con el compromiso de erradicar la injusticia y las mentiras. 

Jesucristo, con el evangelio (Lc 6, 12-13.17.20-26) de las bienaventuradas nos plantea el camino hacia la felicidad. La ley del amor unido a la justicia abre cada ser humano a la dicha que es ya un regalo que solo ofrece Dios. Es así que, para poder presentar estas bienaventuradas, Jesús mismo se concentra en oración. Entra en intimidad con su Padre celestial. No se centra en sí mismo. Se descentra de sí mismo para ofrecer la enseñanza que nos lleva a Dios. De hecho, su vida fue un continuo darse permanente. Su muerte fue una señal de que solo vive dándose y muere para dar su vida en rescate de una multitud de hermanos. Murió y resucitó para que de su resurrección saquemos la firmeza de que no hay nada, ni la muerte, que pueda vencernos. Nuestra esperanza en él es para la vida eterna. 

 Al darles las bienaventuradas, Jesús mira a sus discípulos y les enseña. Él indica que los que son felices no son los que ponen su victoria en su riqueza pasajera ni en los intereses mezquinos que hacen sufrir. En cambio, los que sufren, lloran, se sacrifican por misericordia para con los demás, éstos son tocados por la misericordia de Dios. Son dichosos los pobres y los sufrientes porque cuentan con la cercanía de Dios que les apoya en sus luchas y en su esperanza. Jesús mismo tuvo que sufrir, llorar, pasar hambre y fue asesinado, pero todo se coronó con su resurrección, victoria del Bien supremo sobre el mal. Victoria de la Verdad sobre el engaño. De allá que el discípulo, el cristiano que sabe poner su consuelo y su fuerza en el Señor está en el camino de la felicidad y de la plena realización. Bienaventurados y dichosos son los que, aun sin tenerlo todo, comparten; los que, aun pasando hambre y miseria, son capaces de consolar a otros; los que aun en medio de sus propios llantos ayudan a los demás y participan de su esfuerzo de levantarse. En fin, la felicidad que Jesús nos asegura es la de saber mirar más allá de las penas para construir sobre la esperanza en el Dios vivo y viviente que nos salva y libera para que sanemos y mitiguemos el dolor de nuestros semejantes siendo sensibles a sus necesidades.

P. Bolivar PALUKU LUKENZANO, aa.