“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará y habitaremos en él” (cf. Jn 14,23). Esta es la invitación con la cual Jesús nos introduce en la gran esperanza que marca nuestra experiencia de fe, y esta esperanza es que Dios habita en nosotros por amor y nada más que por amor.
Si queremos caminar tras las huellas de Cristo, estamos llamados a vivir en el amor unos con otros, es decir ponernos al servicio de los otros. Porque no puede haber amor verdadero sin entrega a otras personas. Justamente esta es nuestra misión como cristianos: aprender a amar de verdad a Dios, aprender a querernos y a querer a los demás, desde lo más profundo de nuestros corazones y poner en práctica ese amor en el compromiso con nuestro prójimo. Ahora bien, nuestro amor tiene sentido porque se basa en la experiencia de la gratuidad. Amar, a la manera de Cristo, implica entregarse sin medida y sin esperar nada a cambio, es hacer el bien por el bien. Es una apertura a la comunión con nuestros semejantes. Eso es lo que hace que Jesús y su Padre puedan venir a vivir en nosotros. (v. Jn14, 23).
¿Por qué podemos todavía experimentar muchas divisiones entre nosotros si estamos volcados a vivir amándonos? ¿No será que, a veces, nos queremos poco, o porque no sabemos aceptar e integrar nuestras diferencias en una sana convivencia? En la última cena, Jesús nos libra de esas divisiones: lava los pies a sus discípulos, ¡a todo por igual, con el mismo amor!
La primera lectura de los hechos de los apóstoles (Hch15, 1-2.22-29) nos presenta una dificultad de integración que tuvieron los primeros cristianos cuando la comunidad de los creyentes fue creciendo. La primera tentación fue que los que venían de otras tradiciones o culturas tenían que someterse a algunas prácticas como la de mutilarse (Hch 15,1ss).
Pero, con ello, se olvidaban que lo importante del mensaje de Jesús se resume en el amor, en adherirse al anuncio de su Reino de paz y de justicia. Ya que- como nos recuerda el salmista, el Señor gobierna los pueblos con justicia y guía a las naciones de la tierra- y es preciso que le demos gracias permanentemente (salmo 66).
En efecto, debemos agradecer a Dios porque es el Dios de la vida. Es Aquel que nos quiere tanto que hasta se asemeja a nosotros para salvarnos y compartir nuestras alegrías y frustraciones. Él nos da su paz. “Les doy la paz, les dejo mi paz no como la da el mundo” (Jn 14, 27).
Para permanecer en la paz que viene de Dios, contamos con la Palabra de Dios que nos interpela y quiere transformar nuestra vida. Al escuchar esta palabra de Dios en comunidad, debemos llevarla a la práctica en el trato con el otro, haciendo nuestro el dolor del enfermo o las dificultades del que la pasa mal. Cuando dejamos que Dios viva en nosotros, todo lo que nos toca vivir tiene gusto y sabor a vida eterna porque nos permite captar la paz que Cristo nos dejó. Atrevámonos a abrir nuestra vida al amor de Jesús. Seamos dóciles a sus enseñanzas y encontraremos la paz que nos regala en cada acontecimiento, en cada encuentro…Escuchemos al Espíritu de Jesús que nos comunica la vida y nos da la seguridad de que Dios está y estará actuando, revelándonos los misterios del Reino de Dios.
P. Bolivar Paluku, aa.