Domingo XXVI, a: ¡Que nuestro Sí al Reino de Jesús sea irrevocable!

1712

¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre? ¿Quién  es obediente ante Dios, será acaso el que promete con  los labios y en  la vida no cumple nada, o es aquel que, aunque le cueste se esfuerza mantenerse en camino de Dios?

El evangelio que meditamos en esta ocasión, domingo XXVI, A nos remite a revisar nuestra manera de obedecer a Dios. Jesús toma un ejemplo simple de comprender. Como el domingo pasado, nuestro Salvador pone en  juego el trabajo de la viña: trabajo por el Reino de Dios.  Un  dueño de la viña tiene  dos hijos a quienes pide el favor de ir a trabajar a la misma viña. Entre los dos hijos, uno promete realizar la tarea y al final no hace nada; el otro, sin embargo, después de haber dicho que no quería hacer nada, hizo lo que el padre le pidió. Con este ejemplo, Jesús va más lejos en cuestionar a los que parecen ser ya convencidos de Dios y no viven de su convencimiento. Están  lejos del reino de Dios aunque aparenten  ser discípulos y misioneros del Reino  de Dios. ¡

Eso es cuestión  de vivir de corazón según la voluntad de Dios.  La obediencia ha de ser coherente con el querer de Dios. Las convicciones personales de fe deben tener consecuencias prácticas en la vida cotidiana, en las decisiones y en las acciones que realizamos. ¡No basta con tener buenos propósitos, hace falta llevarlos a la acción y a la vida con actitudes consecuentes y coherentes! La adhesión al Reino ha de ser sostenida, perseverante y audaz.

Me parece que Jesús nos invita a vivir un proceso de “vencer sobre nosotros mismos”, de alcanzar el dominio de nosotros mismos, es decir,  de llegar a madurar nuestra decisión  de coincidir con la voluntad del Padre. Aunque, a primera vista, nos cueste el mandato del amor de Dios,  es importante y es vital atreverse a permanecer en el camino de conversión.  De nada nos serviría querer quedar bien- diciendo sí – cuando sabemos que no vamos a intentar nada. Así como de nada nos serviría pretender vivir según las apariencias.

El Padre Dios es el dueño de la vida. Se nos acerca día tras día para que le sirvamos a través de los hermanos, para que seamos testigos de su amor: para que oigamos y atendamos su presencia en los que nos rodean. Quiere que adhiramos de corazón a la salvación – la nuestra y la de los demás.  ¡Que sepamos recapacitar incluso cuando la desesperación  o la impaciencia nos hace decir que no! ¿En qué caso me he quedado en una actitud de querer impresionar a los qué dirán?

San Pablo nos exhorta a centrar nuestra atención en  Cristo y en la comunión con los hermanos: “Tengan un mismo amor, un mismo corazón,  no hagan nada por interés ni por vanidad, y que la humildad los lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también  el de los demás” ¿Cómo hacer para cumplir con eso? El camino está en vivir los mismos sentimientos que hay en  Cristo Jesús quien supo abajarse de su rango divino para hacerse semejante a nosotros y elevarnos así hacia Dios (Flp 2, 11).

Pidamos al Señor que nos enseñe a ser sinceros con los demás. Que nos regale la libertad de decir un sí verdadero a Dios. Y que seamos valientes y osados a la hora de profesar y de vivir nuestra fe ya que cada vez son muchas las situaciones en  las que podemos ser tentados de negar nuestra verdad de fe. Nuestro clamor es: “Señor enséñame a cumplir tu voluntad”. “Enséñame a convertirme a tu camino de la verdad”.

Bolivar Paluku Lukenzano,aa