Domingo XX, B: ¡Jesús pan de Vida, haznos promotores con la justicia!

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En este domingo como en el anterior, Jesús proclama que Él es alimento. Nos nutre para que lleguemos a la vida eterna. Explícitamente dice Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre” (6, 51).
En la primera lectura se nos avisa que Dios mismo -la Sabiduría por excelencia- es quien organiza una fiesta a la que todos son convidados: “Vengan a comer mi pan y a beber vino que he preparado” (Pr 9, 5). Él nos da la pauta para estar preparados a fin de recibir este alimento. Nos dice: “¡Dejen a un lado su locura y vivirán, anden por los caminos de la verdad!” (Pr 9, 6). San Pablo, en la segunda lectura nos suplica a examinar nuestra conducta, a dejar de ser necios, sino responsables,… a no desanimarnos y tratar de comprender cuál es la voluntad de Dios (cf. Ef. 5, 15. 17). No sólo eso, también nos pide el apóstol a que nos llenemos del Espíritu Santo en vez distraernos con los vicios y que demos gracias al Padre siempre y por todas las cosas en el nombre de Cristo, nuestro Señor (cf. Ef. 5, 18.20).
Para poder disfrutar del alimento celestial, en la eucaristía, debemos rechazar todo lo que nos ensucia en nuestra dignidad, de modo que lleguemos a vivir razonables, responsables y consecuentes en cada minuto de nuestra vida. Elegir correctamente lo que nos hace bien y lo que edifica a la comunidad.
Cristo, día tras día se nos presenta como “la carne y sangre” (Jn 6, 53) que dan vida verdadera. Si en una comida cotidiana, nuestro cuerpo asimila y digiere el alimento, en el caso del alimento celestial, al alimentarnos de Jesús, es él mismo quien nos transforma: porque su carne actúa en nosotros. Nos vivifica (=nos da vida). Nos dispone a tener nuestras aspiraciones puestas en Él. Como bien lo afirma Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en Él” (Jn 6, 56).
Es bueno notar que Jesús habla textualmente de las palabras carne y sangre. Son dos elementos que designan al ser humano en su totalidad dentro la cultura hebrea. O sea, Jesús nos ofrece todo su ser natural, mortal (en carne y sangre) para comunicarnos la verdadera vida divina. Así, cuando comemos el cuerpo de Cristo en la comunión, cada uno de nosotros recibe al mismo Jesús que nos amó y se sacrificó (se entregó) por nosotros con amor muriendo en la cruz. Y, cada uno se convierte en un lugar donde vive Dios: la comunión aumenta en nosotros la vida de Dios para que estemos atentos a la manifestación de ese mismo Dios en nuestro entorno.
Jesucristo hace de su cuerpo resucitado, de su carne glorificada el alimento para todos nosotros que somos su Pueblo de la nueva Alianza.
¡Que nuestra manera de vivir, nuestra conducta dé testimonio de la vida divina que llevamos dentro de nosotros! ¡Que nuestras acciones reflejen ese mismo amor y esa misma bondad con la que Cristo se entregó por nuestra salvación! ¡Seamos, en medio del mundo, ese mismo Cristo vivo de quien nos alimentamos cuando comulgamos y permitamos que Él socorra a los afligidos por medio de nuestro compromiso cotidiano con los demás!

P.Bolivar Paluku Lukenzano, aa.

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