La liturgia del Domingo XVIII-C nos ayuda a sopesar el valor que tienen las “realidades terrenales” y cuestiona nuestra responsabilidad al relacionarnos con ellas. La palabra bíblica nos recuerda que lo que somos y lo que podemos acumular tiene consistencia cuando nos orienta hacia un bien superior: hacia Dios y a nuestro prójimo. De modo que, todo lo que queremos hacer sin Dios y sin caridad con los demás, se derrumba en “Vanidad de vanidades” (Ecle 1,2). En efecto, si en Dios se encuentra nuestra verdadera riqueza, ¡debemos liberarnos de la codicia y abrirnos a la verdadera riqueza! En esto, la humildad es favorable porque nos conduce a vivir agradecidos de Dios que se nos presenta en nuestros semejantes. –
La lectura del Eclesiastés nos desafía con esta pregunta: “¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con la que se afana bajo el sol?” (Eclesiastés 1, 3). La clave está en vivir asumiendo nuestros límites y abandonarnos en las manos de Dios mientras vivamos en este mundo.
Todo puede ser “vanidad de vanidades, y nada más que vanidad” si se busca complacerse a sí mismo sin esperanza en Dios. Es en Él que encontramos el valor de las cosas terrenales.
En la resurrección de Cristo Dios nos ha manifestado que Él puede hacer nuevas todas las cosas. Vivir de Él es vivir de la sabiduría divina.
San Pablo, en la segunda lectura (Colosenses 3, 1-5. 9-15) nos da la pauta para vivir sabiamente y nos dice: “Hermanos, ya que Ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios Padre. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las cosas de la tierra. Hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal: lujuria, impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría (…) Tampoco se engañen los unos a los otros… No hay pagano ni judío, ni esclavo ni libre, sino solo Cristo que es todo y está en todos” (Col 3, 1ss).
Desde el bautismo, somos renacidos en Cristo y en Él, hemos resucitado a una vida nueva, a una manera nueva de vivir nuestra realidad cotidiana. El modo de ser del cristiano es mirar el mundo desde Cristo que unifica a los pueblos diversos. El bautismo ha hecho de nosotros “gente nueva en Cristo”, hermanos entre nosotros e hijos del mismo Padre celeste.
El evangelio (Lc 12, 13-21) exhorta que, al ocuparnos de las tareas terrenales, hay que
hacerlo con la esperanza puesta en la vida eterna y con la consciencia de nuestros deberes frente a Dios. Cristo lo aclara cuando descarta ocuparse del asunto de la herencia porque Él ha venido a abrirnos el camino a la vida eterna. Y, nos anima a cuidarnos “de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc 12, 15). A la vez, Cristo previene, por la parábola del rico ególatra, que no hay que acumular riquezas para sí olvidando al Creador, fuente de todo bien. ¿Qué podemos hacer?
¡Que seamos capaces de construirlo todo con Dios y con los demás! Porque sabio es el que confía en Dios y se relaciona responsablemente con sus semejantes. Jesús nos invita, hoy, a no esclavizarnos por el afán de que querer ganarse egoístamente la vida. Nos anima a compartir solidariamente lo que tenemos, a poner nuestros talentos al servicio, a involucrar a Dios en nuestros proyectos. En fin, ¡que aprendamos a saber agradecer y a distribuir con justicia los bienes; y a favorecer a otros con las posibilidades a nuestra disposición… “Que descienda hasta nosotros la bondad del Señor; que el Señor nuestro Dios haga prosperar la obra de nuestras manos” (Sal.89,17).
P. Bolivar Paluku Lukenzano aa.