Domingo II de Cuaresma, C

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Nuestra época está plegada de conflictos de intereses de toda índole. La codicia y el acomodamiento parecen ir de la mano. El afán de poder, la búsqueda desenfrenada de sobresalir para progresar a toda costa deja un vacío profundo de sentido y un lamentable desprecio de la dignidad de la persona. El apego a las cosas, a las estructuras y a las seguridades pasajeras deja sin confianza a muchos de nuestros contemporáneos. De allí que hay dolor y sufrimiento de muchos que padecen las consecuencias de las malas decisiones de los poderosos, quienes, buscando su gloria y honor egoísta, manipulan el destino de los pueblos.
En este contexto, meditamos la transfiguración de Jesús delante de un grupo íntimo de sus discípulos. Su gloria resplandece, estando él en oración, en la montaña (Lc 9, 28b-36). La lectura del libro del Génesis relata la alianza que Dios pactó con Abrahán (Gn 15, 5-12.17-18) a quien se le promete una descendencia numerosa cómo las muchas estrellas del cielo; también recibirá una tierra en herencia. Al querer asegurarse de la realización de esta promesa, Abrahán pregunta: ¿Cómo sabré que poseeré esa tierra de las promesas? Siguiendo las tradiciones de entonces, Abrahán un sacrificio que sellará su pacto con Dios. Y mientras vivía el sacrificio “cayó en un profundo sueño” …Al amanecer vio pasar “un horno humeante y una antorcha encendida sobre los animales descuartizados”. ¿No será este un anticipo de la manifestación gloriosa de Jesús en el monte? Dios firma la alianza diciendo: “Yo he dado esta tierra a tu pueblo” (Gn 15, 18).
En el monte Tabor (Lc9, 28ss), Jesús reafirma con su presencia la nueva alianza que el él mismo sellará con su sangre gloriosa. Cuando se transfigura Jesús, es Dios quien toma de nuevo la iniciativa de presentar a Jesús como su “Hijo Elegido” a quien debemos escuchar: “Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo” (ver Lc 9, 35). Pedro, Santiago y Juan vieron la gloria de Jesús transfigurado. Y, Pedro en su espontaneidad de siempre, no escondió su emoción y dijo: ¡Qué bien que estamos aquí! Y quería permanecer en el monte. Tuvieron que guardarse en silencio este acontecimiento que será corroborado con la gloriosa pasión muerte y resurrección del Señor cuando el mismo Jesús entregue su vida para salvarnos.
En el monte aparecen dos personajes significativos del Antiguo Testamento, Moisés que simboliza la ley y Elías quien representa a los Profetas. Conversaban con Jesús. ¿De qué hablaría? “Hablaban de su partida, que estaba por cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). Es en Jerusalén donde Jesús culminará su peregrinar terrestre. Se comprende que la Transfiguración de Jesús si bien manifiesta la victoria gloriosa, está siempre vinculada con el sufrimiento en la cruz y el camino al calvario.
Es una bella manera para enseñarnos que, mientras luchamos por triunfar sobre las adversidades de la vida, debemos aprender a abrazar la cruz, aceptarla, amarla. En otros términos, saber llevar con amor la cruz de Cristo (Flp 3, 17-4,1) para gustar un día de su gloria. Si bien hay muchos enemigos de la cruz de Cristo; y, ¡vaya que los hay por montones estos días! Pero, nosotros vivamos siempre “como ciudadanos del cielo de donde esperamos que venga como Salvador al Señor Jesucristo…que transformará nuestro cuerpo mortal en cuerpo glorioso como el de El” (Flp 3, 20ss). Finalmente, digamos:“El Señor es mi luz y mi salvación a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré? (Salmo 26,1). Con humildad, ayudémonos a llevar las cruces los unos a los otros, aliviemos el dolor de cuántos añoran salir adelante.
 

P. Bolivar Paluku, aa.