Queridos Hermanos, queridas hermanas,
Dentro de unos días entraremos en Semana Santa. Haremos memoria de la semana que trajo la salvación a la humanidad, la salvación del mundo. Pero, a día de hoy ¿dónde nos encontramos en cuanto a la proclamación de la liberación traída por Jesucristo? Mientras escribo estas pocas líneas, el mundo está todavía siendo sacudido por terribles convulsiones. Continúan las masacres en el Kivu Norte, que afectan a miles de hombres, mujeres y niños que no piden otra cosa que vivir en paz. En Ucrania, en Bucha, cientos de civiles han sido brutalmente ejecutados, y mujeres violadas. Millones de personas han tenido que abandonar su país, expulsadas por bombardeos indiscriminados. En otros lugares, los migrantes se echan
a las carreteras a causa de la miseria y la represión política que asolan a sus países: Sudán, Eritrea, Libia, Siria, etc.
A pesar de todos estos horrores, es urgente afirmar que sólo Dios nos da la paz y la justicia. Sin Él, todos los esfuerzos que nosotros podamos desplegar no producirán más que algunos resultados efímeros. La paz duradera y justa se encuentra sólo con Dios y por Dios. Dios sufre con el hombre. Su corazón, como el corazón de Jesús en la Cruz tocado por la lanza del centurión, sufre traspasado por el dolor del hombre. Dios no es impasible, el sufrimiento que padecen sus hijos le afecta también a Él, y se solidariza con nuestras penas, nuestros gritos, nuestras lágrimas. Está aquí, en lo espeso de nuestra angustia y clama con nosotros. Cuando el hombre es herido en su dignidad, en su integridad, es a Dios a quien se escarnece. El Papa Francisco dijo, al volver de su viaje a Malta: “No aprendemos, estamos enamorados de las guerras y del espíritu de Caín”. Es urgente hacer ver que la Revelación que nos ha sido enviada en Jesús nos abre un camino nuevo, el de la paz y la reconciliación.
En nuestras comunidades, a veces hay discusiones que traducen discrepancias de fondo en la interpretación de los acontecimientos mundiales. Discutir es normal, pero no podemos minimizar el sufrimiento de los hombres. No hay guerras justas. Tenemos un deber de reconciliación: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios“. (Mt 5:9) Al sufrimiento de Dios no añadamos más nosotros con nuestros comportamientos y juicios. Nuestras comunidades tienen vocación de ser proféticas, es decir que tienen por misión anunciar al mundo que la paz es posible y que sólo puede ser construida en el respeto a todos y cada uno. Ser artífices de paz es contribuir a la obra de salvación y redención de Dios. Es trabajar, aquí y ahora, por la unidad y la reconciliación. Con Isaías, decimos que Dios “Juzgará entre las genes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas” (Is 2,4).
Se acerca la Pascua, nuestra liberación y nuestra salvación. Jesús pasó por la Cruz y la Pasión. Dio su vida por la paz y la justicia. Nosotros nos hacemos hijos de Dios en la medida en que nos asociamos a esa generosa entrega de Cristo. Seamos constructores de paz, hombres solidarios con toda angustia humana, porque sabemos que la muerte no tendrá la última palabra. ¡La Pascua está cerca!
Roma, 5 de abril de 2022
Benoît GRIÈRE a.a.