2 NOVIEMBRE : TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

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Hoy son muchos los sentimientos que experimentamos en el corazón. Y tenemos motivos de sobra para estar afligidos y un poco tristones porque recordamos nuestros seres queridos, que ya no están en medio de nosotros. Obviamente, nos hacen falta. Su vacío se hace grande en la familia, a la mesa y en los momentos de apuro sus abrazos y palabra de ánimo hacen falta. Y, de repente, es normal que nos preguntemos por qué se nos van las personas que tanto queremos.
Ahora bien, no debemos quedarnos en estos cuestionamientos, más bien debemos aceptar poco a poco esta realidad de vivir sin los que hemos querido y darnos cuenta de lo limitado que somos. La ausencia de nuestros seres queridos difuntos nos duele mucho, pero nos interpela y nos cuestiona sobre cómo vivimos aquí y ahora sin creernos eternos en este mundo. Nos hace realistas llegar a conformarnos, con toda la pena en el corazón, de que debemos seguir viviendo sin los que ya murieron. Lo cual nos pone ante nuestra posibilidad de morir un día cuando hayamos cumplido nuestra misión en esta tierra (dónde, cómo y qué circunstancia, no sabemos).
La experiencia de ausencia y de muerte física nos lleva aún más a creer firmemente en el Dios de Jesucristo, él cual es un Dios de la vida. Cierto es que nuestra fe en Cristo muerto y resucitado nos permite entender que nuestra existencia en el mundo es un peregrinar hacia la patria definitiva junto a nuestro Padre Dios.
Nuestra esperanza es que, la muerte no tiene la última palabra. Con la muerte pasamos de un modo de vivir en la realidad mundana a otra manera de vivir. Porque, desde que Cristo murió y resucitó, todos los que en Él creemos estamos ya dispuestos a vivir eternamente con Él. Es su promesa la de dar vida eterna a quien cree en Él: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
Esta es la razón por la cual hacemos misa por los difuntos porque queremos asociarlos a la victoria de Jesucristo sobre la muerte y a la promesa de la vida eterna que Él mismo nos ha confiado. Y, ya la muerte no tiene para qué asustarnos. Bien por el contrario, es un estimulo para portarnos bien, para dejar buenas huellas y buenos recuerdos de una vida centrada en el mandamiento de Jesús: el amor a Dios y al prójimo. Lo que significa: actuar desde nuestra fe cristiana dándole de comer al que tiene hambre, compartir lo que tenemos, preocuparnos de nuestros vecinos y no ser indiferentes ante cualquier persona que la pasa mal(cf. Mt 25, 31ss).
Aspiremos a la vida eterna siendo fieles a nuestros compromisos, desde los más mínimos hasta los más grandes compromisos de nuestra vida. ¡Que María santísima, la de Nazaret que con mucha pena vio morir en la cruz a su querido Hijo Jesús, nos lleve de la mano hacia aquel que es “el camino, la Verdad y la Vida”, Jesucristo nuestro Salvador que vive y reina por los siglos de los siglos ¡Amen!
P.Bolivar Paluku Lukenzano, a.a